24.5.16

El vino no supo jugar...



Domingo, 15 de diciembre

El vino no supo jugar. Entró en mí, me tomó desierta y temblorosa, y colmó de ceguera mi mirada. El vino no supo jugar, no quiso comprender la simple historia de una muchacha enamorada —tres años ya. Y ahora estoy muda y ciega, para decirle a mi amado…

Jamás volveré a beber. Pero ya no importa. Qué importancia puede tener.

Es la derrota absoluta. Sí. Y la solución es lo impensable. Una nació. Me obsequiaron una vida, una sola, que debo romper —yo misma. El acto de romper mi vida se desenvuelve en distintas etapas, únicas e insustituibles. En cada una de ellas yo debo decir, mientras realizo la ceremonia destructora:
Una vez, ¡no más!

No. El vino no supo jugar. Es curiosa la cantidad de miedo que puede sobrellevar una sola
persona. De no ser el miedo, yo no habría bebido. Es como perder el barco que me habría llevado a la isla dichosa, allí, donde hay una —una, nada más— posibilidad de vivir. Es como si el aire todo, colmado de cuchillos rabiosos hubiera formado un muro muy espeso, para impedirme ver al que yo amo. ¿Cómo resignarme ahora, cómo retomar a esta opresión y a este vivir horrendo, si sé que hubo una posibilidad para mí, y que yo no pude tenerla?, ¿cómo no arañarse, cómo no acuchillarse, cómo no reventar en gritos terribles? Si una vez, si tan sólo una vez me dijera que no fue verdad, que habrá otras circunstancias, otras oportunidades, si me dijera que aún hay un tiempo de risas y un tiempo de sueños para mí. No hay consuelo posible, ni solución alguna. Tal vez una flor en el aire o un pájaro en el pecho me anuncien un poema. Pero de solución o posibilidad de vivir, ya no se podrá hablar: el horizonte se ha suicidado.

Dolor. Dolor de ser. Dolor de amar y de no ser amada. Dolor de la noche acariciándome los
cabellos. Dolor del mar. Dolor de que la vida pase sin detenerse en mi puerta. Dolor de hablar y que mis palabras queden adheridas al viento quien las dispersará por parajes inmemoriales. Dolor de ser y de no tener vocación para ser. Dolor de sobrellevar tanto amor y no poder dejarlo en parte alguna porque nadie quiere recibirlo. Dolor en el cielo y en la tierra. Duele ser, duele vivir, duele llorar o reír, duele castigar y castigarse, [frase tachada] de morir.

Purificarse para mirarlo a los ojos y decirle las únicas palabras por las que vivo.

Cantos como injurias. Esperanzas como cuchillos. Respiración como asfixia. Y un gran deseo de
llorar hasta el juicio final.

Señor, ¿sabes tú algo de las sensaciones de pérdida irreparable? Una vez, no más. Esto es el fin. Y amar así, querer morir por alguien, amor hasta la aniquilación. Y sólo la soledad batiendo palmas en mi habitación sofocante. ¿Quién no tiene un pequeño amor, quién no da la mano a otro y lo mira con deseo? Tan sólo yo, envuelta en sensaciones viscosas, tan sólo yo bebiendo vino, tan sólo yo, que amo en vano. No hay elección posible. Ni esperanza alguna. Podré detallar los orígenes de mi sentimiento, podrán extirpármelo como si fuera un mal nauseabundo. Pero ahora, mañana y siempre digo que me muero de tanto amor, de tanto amor en vano. Así va la vida. Todo es un enorme llanto.

Una brutal sinfonía de frustraciones.

Ya no hay lágrimas. Sólo una profunda vergüenza. Vergüenza de amar. Yo, un ser vencido y
nauseabundo. Si por lo menos fuera menos horrible, tal vez algo alentara en mí, algo a modo de
esperanza. Nada salvo gesticular y llorar a gritos. Nada salvo desgarrar mi carne enferma de miedo.

Nada salvo enterrar mis sentimientos y [frase inconclusa]

Llorar o no. Llorar y pensar que pudo ser, que estaba allí, muy cercano.

Nada es salvo el llanto. El llanto y un gran deseo de hundirme, de desaparecer para siempre.



***
Texto: Diarios, "Cuaderno de 1956" (Lumen).
Imagen: "Locked in the shadow dissolving heart" de Anna O.

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