28.9.16

No sé cómo abordar su presencia...




17 de agosto, martes [1965]

No sé cómo abordar su presencia. No sé si es un ángel —un milagro— que me aconteció encontrar o si constituye una nueva trampa.



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Imagen: escena de Hiroshima, mon amour  (1959), Alain Resnais y Marguerite Duras.
Texto: fragmento de la entrada de diario del 17 de agosto de 1965 (Lumen, 2013).

26.9.16

¡Llorar!... Sentía una profunda tristeza por su tristeza



DOLOR
¡Llorar! Se acarició el rostro. Sentía una profunda tristeza por su tristeza. ¡Llorar! Naufragaba en un mar melancólico; hondamente, llanamente, melancólico.

Tomaba lenta conciencia de su sufrimiento, sufrimiento agudizado por la visión de su espera vacía. Calculó los residuos de esperanzas que yacían en su alma: ¿qué esperar?, ¿cuándo?, ¿hasta dónde?, ¿por qué?, ¿para qué? Su interior se deshacía paulatinamente como un grifo mal construido. Algo goteaba horrorosas partículas de dolor. Algo, algo. Quiso sonreír, pero sus pestañas latieron ante la humedad que afloraba a sus ojos. Pensó que solo le restaba morir. Atisbó su alma para comprobar el efecto que le producía esta palabra fatal: morir. No. Sólo nada. Su alma asentía en silencio. Ya no le importaba no ser. Quiso sonreír y el llanto sobrevino. ¡No ser! Y ahora, ¿acaso ella era? ¿Qué era? ¡Un grito de dolor! Un simulacro fastidioso de agonía humana que ocultaba un prosaico y pequeño fracaso: ¡el de su vida! Quería atribuirse la responsabilidad del vértigo universal, cuando en realidad no era más que una partícula llorosa y humillada por esa vida tan dura y tan mala, ¡¡vida que no comprendía, vida que no intentaba comprender, vida que no aceptaba!! Tornó a  sufrir. Pequeño lagrimeo. ¡No! Todo estaba muy bien, muy correcto, muy sensato. Su cuarto vibraba de orden y belleza. Su cuerpo bien vestido y perfumado. Sus uñas luminosas, su rostro bien compuesto, su pelo simétrico y su frente intacta. Contempló sus queridas posesiones. Sí. Todo estaba muy bien, menos ella, la pobrecita ella, tan dolorida, tan pero tan dolorida que se sentía estallar. Era algo que la mordía por dentro, algo fiero y oscuro y grande y tremendo. Algo la castigaba por sus pecados o por sus virtudes o por su vida o por su muerte. ¿Cómo saberlo? Oyó un horrible chirrido, como de una tumba, que se abalanzaba sobre su nuca. Oprimió los pies contra el suelo, fuerte, muy fuertemente. Sentía que su cuerpo se estiraba, cada fibra, cada tendón, se iban y volvían elásticamente, como en los films de dibujos animados. Cerró los dientes hasta empujar todos los dolores de su cuerpo y concentrarlos en sus mandíbulas. Sufría. ¡Cómo sufría! El dolor laceraba su ser hasta convertirla en un impresionante hilo tenso que al menor roce producía sonoridades sorpresivas. No quería pensar en su dolor, pero éste estaba dentro de ella, delirante, acalorado por alguna fiebre misteriosa. Unos ruidos extraños burbujeaban en sus sienes marcando heráldicamente el lugar en que ella tenía que apoyar los dedos y frotar, muy suavemente. Los dedos bajaron al sitio en que estaba el corazón. Se asustó al sentir ese vibrar tan uniforme y tenso. Un segundo más y lo iba a ver estallar, volar en mil pedazos, como un globo terrestre de goma pinchado por una espina, ese mismo globo terrestre que era su abstracción del mundo, de su mundo que desaparecería con su muerte. Estaba decidida a llevarla a cabo, pero había un pero que rompía silenciosamente su resolución. Contempló la pluma y la acarició. Como una flecha venenosa, la contaminó un deseo: escribir, escribir. Deseo que introducía a la muerte en un barco irretornable, deseo que aumentaba el mercurio de su angustia, deseo que cortaba su pobre espíritu y arrancaba los testigos de sus frustraciones, de sus impotencias. La tentación de arrojar la pluma por la ventana, al mundo exterior, odiado y temido, se hizo fuertísima, pero sabía que esta pluma solo era el símbolo de su ardiente apego a las figurillas conmovedoras de su scritura. Nuevamente, se sintió desolada. El sol aciago cegaba sus pupilas. Vibró su dolorida frente. ¡No! ¡No era el sol! Era su llanto, su modesto y silencioso llanto, que cubría su rostro, no para lavarlo, como una lluvia beneficiosa, sino para hacerle llegar a todo su ser el testimonio de su desdicha, de su terror, de su vida perdida. Trató de ocultarse, de sonreír aun cuando la falsedad de su alegría fuese conciente. Quería hundir su mano en el dolor y agarrarlo como a un objeto próximo y estático y oprimirlo y expulsarlo de su cuerpo fatigado. Pero no, su dolor era como un [palabra ilegible] indomable, imposible de aferrar. Pensó en Dios, en algún elemento supremo a quien elevar sus quejas y pesares, alguien contra quien clamar o blasfemar. No. El cielo era una masa presente y azulada. Ni por asomo se le ocurrió que Dios podría estar detrás, o encima o, como le habían dicho cuando era niña, en todas partes. Recordó que se había asustado. Recordó que lo imaginó como un fantasma blanco lleno de ojos negros. Pero, ahora, ¡ahora, pobrecita ella!, no atinaba a encauzar su dolor hacia esas terapéuticas ultraterrenas. Cerró los ojos. Ahora el dolor caminaba por su sangre, a pasos gigantescos, torturadores de su ser, que ella temía como a todo. Inspiró hondamente. Nada. Con sumo ingenio, sus resortes angustiosos se entretenían en escribir sobre la superficie de su alma. Escribían NADA, con grandes caracteres luminosos, NADA imborrable y dolorosa, NADA desde lo más profundo de su alma. ¡NADA! Siguió pensando en la muerte. La tinta de la pluma languidecía, por lo que ella dijo: «¡Maldita lapicera!». Y rompió a llorar.



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Texto: Fragmento del Diario, 28 de setiembre de 1954 (Lumen, 2013).

25.9.16

44.° aniversario luctuoso de Alejandra Pizarnik


Domingo. Lento y opaco domingo lleno de garras oscuras que atraen misteriosamente las horas. Domingo. Las sombras cubren mi tristeza que desciende simétricamente hacia el vacío.



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Texto: Diario (fragmento), 28 de setiembre de 1954 (Lumen, 2013).
Imagen: fotografía de Pizarnik (fecha y origen desconocidos).

24.9.16

Sonrío como un pájaro que muere en medio de su canto...


Entonces llegas tú, con ojos, con miradas, contemplándome hasta quemar mi edad y mi historia. Me regresas, me trasladas al tiempo sin números, me zambulles en el mar de sangre y cielo. Yo duermo y oficio de contemplada. Mis ojos arrojan fuego verde por los párpados cerrados. Sonrío como un pájaro que muere en medio de su canto. Me deshago en tu mirada: en tus ojos hay la seguridad y el orden, hay la creación, hay la poesía seria como una invocación a la lluvia. Habito tus ojos para guarecerme del frío y del peligro conocido. En tus ojos hay las aventuras que siempre finalizan con manos entrelazadas. Llega a mí.



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Textos: Fragmento de la entrada del 11 de septiembre de 1959 (Diarios, Lumen, 2013).
Imagen: "El sueño de la muchacha" (1969), Duane Michals.

20.9.16

El rostro de Van Gogh...


Junio [de 1955]

El rostro de Van Gogh. Humano demasiado humano. Su cabeza rapada para desafiar a los pájaros. Su mentón encerrado en la atmósfera de los amarillos. Y la nariz recaudando borrascas. Y los labios absorbiendo pinceladas. Y la frente mirando el haz que camina tentador luminoso. Y los ojos. ¡Los ojos! Como las negras piedras que se arroja contra los solitarios. Con la más insignificante reducción de Lo Terrible. Dramaticidad insoluble. Vértigos zambullidos. Alambres traspasados por las pupilas de las piedras. Raíces magnéticas que jamás se desarrollan… ¡Humano! ¡Demasiado humano!



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Texto: Diarios, Cuaderno de junio y julio de 1955 (Lumen, 2013).
Imagen: "Autorretrato como artista" (Arles, Francia, 1888), Vincent van Gogh.

7.9.16

Cuando se mira largamente una cara que está frente a ti...


4 de agosto [de 1962]

Cuando se mira largamente una cara que está frente a ti, mirándola para que no se aleje mientras está frente a ti, mirándola para que no haya mirar sin ver, bruma en tu mirada que atraviesa caras como si fueran cristales, mirándola, digo, con pasión y necesidad, sucede, sin que lo sepas sino mucho después, que no la has mirado contrariamente a lo que creíste. Cómo se produce este olvido: he aquí lo que quisieras averiguar. Tú miras, has mirado, no perdiste un solo gesto, ninguna sonrisa: registraste y asimilaste. Bebiste de ese rostro como sólo puede hacerlo una sedienta legendaria como tú. Pero sales con la garganta seca, los ojos dolidos, buscando en tu ausencia la imagen que contemplaste sin fin. Vas por las calles, increída y flotante, y te preguntas si no fue verdad que estuviste sentada frente a ese rostro. Tu combate con la desaparición es arduo: te enciendes, te enloqueces, por recordar. Buscas, buscas en ti entre tus escombros, entre tus fragmentos inutilizables. Porque si no lo recuerdas instantes después de haberlo visto ello será la señal precursora de una búsqueda que durará días, hasta que te veas de nuevo frente a frente, consumida por las noches de odio y de amor de tu frenética memoria y con una decisión que siempre te resulta nueva, te sentarás y mirarás esa cara hasta que tu mirada se pulverice. Sabes que si logras retenerla en ti el deseo morirá. Sabes que si esa cara llega a pasar una temporada en tu memoria —esa cara tal como es en sí misma — tú serás salvada (por la exactitud y la fidelidad, ángeles que apenas conozco y que admiro con delirio).

Pero no es así. No la recuerdas. Ahora que han pasado tantas horas te preguntas por infinitésima vez cómo era. La tienes dentro de ti, la sientes resbalar por tus nervios, la sabes flotando dulcemente dentro de tus ojos. No sabes qué hacer con esa cara que no recuerdas: ¿amarla?, ¿odiarla? Si la amas te delirarás en un llamado mental: pronunciar su nombre y desear que venga ya, ahora mismo, o saldrás a su encuentro imposible, por las calles que te ordena atravesar tu locura. Si la odias, tienes deseos de matarte para matarla, pues esté donde esté sólo está en ti y si tú mueres morirá ella. La probabilidad de odiar un rostro que naufraga en tu inolvido te aterroriza: quisieras pedir auxilio como si hubieras tragado ratas. La de amar te es menos cruel: te [tiras] acuestas en el suelo y con los ojos muy cerrados recitas poemas de todos los siglos y en varios idiomas. Pues siempre hubo gemidos semejantes al tuyo y es suave como una mano de terciopelo musitar sílabas que se unen para decir hermosamente la imposibilidad de un amor que no muere.

A veces, el resentimiento por el abandono y la soledad se hace tan fustigante que odias a diestra y siniestra, odias cualquier emanación viviente —amantes, amigos, perros, pájaros, flores—. Si al menos salieras a la calle con un revólver o si envenenaras anónimamente. Desde tu silencio ruegas por la muerte de todos y de cada uno. Y los odias hasta que oyes gritos y entonces, al fin, sollozas como una maravillosa heroína romántica. Gritos en ti que son los de tus anheladas víctimas. Pero yo me río de mi crueldad de juguete. No por eso sufres menos cuando odias porque bien sabes que no te ha sido dado el odio al género humano sino un odio muy peculiar, que destinas a muy pocos seres y se particulariza en aquellos que por alguna razón quieren ayudarme a salir de mi delirio. Es así como a veces, ahogando en tus ojos el odio, miras a esos seres angélicos que te miran con dulzura y afecto, y de pronto, cierras los ojos muy fuerte, como si quisieras romperlos, porque nada más doloroso que odiar a la única persona que podría salvarte. ¿Pero qué quiero? Me han ayudado varias veces en mi vida, he conocido rostros magnéticos que emanaban una piedad sin límites por mi persona doliente. (Si te suicidas por agua, cómo no odiar al que te obliga a respirar forzando tus miembros hasta arrancarte una aceptación física del mundo.) Nadie te obliga a verte con esos ángeles. Si no me viera con ellos, si alguno de ellos desapareciera, mi dolor sería ilimitado y difuso. ¿Qué quiero entonces? Quisiera rogarles que yo no los odie. Absurdo. Paradoja. La verdad es otra: también tu deseo es ilimitado y difuso y una coleccionista maníaca que yo conozco quisiera tener esos ángeles para ella sola pues ella no soporta que sean ángeles también para otros dolientes y sufridos. Tenerlos aquí, en esta habitación, sobre la chimenea o desparramados por las sillas como antaño las muñecas adoradas.

Mas, como no es así, ella los odia con un terror indecible. Porque ¿quién me escuchará si le digo: "Te odio, te necesito, ven a vivir conmigo, hagamos juntos el odio, el amor, lo que tú quieras pero juntos"? Un castillo rodeado de fosas, una casa sin ventanas ni puertas. Adentro, amor mío, siempre entre muros mudos y sin sonido y sin palabras y sin comunicación alguna con lo que yace o camina bajo el viento asesino de esta noche. Tendremos instrumentos de tortura. Tendremos todos los libros de poesía que existen en el mundo. Toda la música. Todos los alcoholes que arden en los ojos y corroen el odio. Nos embriagaremos hasta oscilar como seres de una materia fosforescente, y diremos tantos poemas que nuestras lenguas se incendiarán como rosas. Sin ventanas, amor mío, sin puertas, sólo una casa, un palacio, una bohardilla lúgubremente sorda y ciega y amparadora. Y si viene el sol, si descubro huellas de claridad en el suelo, tú me dejarás llorar sobre ti, y me ayudarás con palabras que atraigan al olvido y a la noche desesperada de siempre. En verdad no te odio, te amo y te llamo. Te llamo y no vienes. Ahora te odio. Y tendremos lejos los relojes y no nombraremos al tiempo. Y haré poemas que iluminarán todos los silencios. De esta manera no habrá muerte ni soles sino sangre, alcohol, palabras extrañas y nuestros sexos unidos. Pero tú no vienes, no vendrás, y yo sé que no vendrás. Si supieras que no puedes no venir. Aunque no estás aquí, la orgía se inicia, comienzo a beber, a aullar los poemas más bellos, a reír y a llorar en la noche de tu ausencia, hasta que me arrojo sobre tu pobre representación y lloro hasta que nadie me consuela. "Aún no es así", dices. Sientes tus huesos, tu mala respiración. La habitación llena de humo, de mal. Pestilencia de lo que se desea en vano. En vano escribes porque vano es el lenguaje para quien aspira a una alta tensión del silencio. Mi miseria, mi mirada. Milagro de la que aún vive y sobrevive. Todo cadáver hacinado en la memoria. Tu lápida será una sílaba: NO.

Inquieta buscar en el mismo sitio de siempre. Lo que no se encuentra termina por ser presencia. Y yo sé lo que digo, lo sé tanto que no debiera decírmelo de nuevo. Pero mi lengua procaz no se deshabitúa de rumiar siempre lo de siempre. Y además, qué puro gozo en la noche martirizarme con invocaciones y llamados. Yo me asusto. Yo me pongo una sábana negra y me acerco al espejo con un cirio y me hago señales de adiós.

No te decides a entrar en una laboriosidad forzada, a cumplir con un decálogo de horas y minutos que te haría transitar con menos pena por este sitio desolado. No, más vale la soledad entre cuatro paredes sucias, la soledad violentada, en pugna con los relojes, los deseos, la tensión de la nostalgia. Más vale el mundo de cenizas que me ciñe. Más vale esta pornografía, esta desesperación, este escándalo, este gritar así nomás porque sí nomás, este escamotearse al aire puro, al aire.

Cada vez que digo amor mi furia no tiene límite. Cada vez que digo odio mi miedo no tiene límite. Si alguien intercediera por mí. ¿Ante quién? ¿Para decir qué cosa? Que digan, aunque sea, que la noche pasa, y el alba está cercana y mañana también será un día y que todo esto es espantoso.




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Texto: Cuaderno de mayo a agosto de 1962, Diarios (Lumen, 2013).
Imagen:  escenas del film La Maman et la Putain (1973), Jean Eustache.