29.5.16

Lo que yo quiero es encontrarme conmigo misma...



1 de mayo

—Lo que yo quiero es encontrarme conmigo misma —dice Bebé.
—No sos la única —digo sonriendo finamente.
—¿No?
—Pero che… —digo.
Se muestra malhumorada como si le hubieran dicho que sus esculturas actuales ya se hacían en el año 60 (que para Bebé representa el 60 a. de C.).
Cambia de musiquita.
—París era genial hace muchos años. Hace ocho o diez años pasaban cosas. Ahora es la agonía
del mundo occidental…
—Me pregunto qué hacíamos vos y yo hace diez años.
—Yo me estaba desarrollando —dice.
Nos reímos.
—Yo leía El matrimonio perfecto en el baño de mi casa… —le digo.
Bebé hojea un libro.
—Tengo ganas de leer a Simone Guail… —dice.
—Weil, bestia —acoto con dulzura.
—¿Vos tenés ganas de morirte ya? —dice.
—Sí —le digo.
—¿Ahora mismo?
—Oui, ma chère amie…
—Es lo que pensaba: vos y yo somos demasiado geniales para vivir. ¿Te imaginás si Rimbaud estuviera con nosotras? Estoy segura que seríamos amigos los tres. ¿Te parece que le habríamos gustado?
—Estoy segura.
—El otro día me lo encontré a Habner y dijo que somos geniales…
—A propósito, ¿vos te acordás de una historieta que salía creo en el Patoruzito en la que había una familia con un hijo llamado Abuer que llevaba zapatos enormes? El padre era minúsculo y fumaba una pipa pero no me acuerdo más…
—No me acuerdo —dice—, pero la familia Cacheuta de Tía Vicenta era bestial…
—¿No será Cateura?
—Bueno, sí…
—Decime, Bebé, ¿vos qué pensás del pato Donald?
—Le tengo afecto.
—Sí —digo—, yo también. Pero lo tratan como a un idiota y no lo es. El que es idiota es Dippy.
Nos reímos.
—¡La cara que se mandó! —dice Bebé a las risotadas—. Pero decime, ¿vos te imaginás a vos
misma dentro de diez años?
—Imposible —digo.
—Eso quiere decir que no tenemos futuro. ¿Y vos sabés por qué? Porque nos vamos a morir pronto. Por ejemplo yo, no vivo más que el presente. Cada minuto está solo: con su perfume, su furia solitaria, su arrastre particular, su agonía propia…
—Es muy lindo lo que decís.
—No te lo digo por literatura. Lo que yo quiero es no calcular nunca, no premeditar, vivir cada minuto como si fuera el último. Es lo que decía Kipling.
—Le vieux con… —digo.
—Todo lo con que quieras pero en esto tenía razón.
—Pero gorda —le digo—, no podés premeditar vivir cada minuto… Justamente, si lo querés vivir, no tenés que decírtelo.
—¿Y entonces cómo lo voy a saber?
—Decime, ¿cuando sentís uno de esos orgasmos comme il faut, te sucede aconsejarte de sentirlo?
—Estás loca —dice.
—Es lo mismo.
Juega con un muñeco de chocolate, un negrito bizco provisto de un enorme trasero.
—Cometelo —le digo.
Lo mira con atracción y repulsión.
—Dámelo —le digo.
Muerdo el trasero y le ofrezco dar cuenta de una pierna.
—Sólo el pie —me dice tímidamente.
Sigo comiendo. Ya ando por el tronco cuando me dice fascinada y con un leve asco:
—¿Y la cabeza también te la vas a comer?
—Es lo más rico —digo, y me la devoro.
Nos reímos como si hubiéramos comido una criatura verdadera.
—¿Vos te imaginás lo que debe ser bañarse en sangre humana? —dice.
—Leí no sé dónde que rejuvenece, pero creo que para eso hay que beberla.
Bebé se levanta y se mira en el espejo de la chimenea. Entrecierra los ojos y expira el humo del cigarrillo. Parece Greta Garbo.
—Che gorda —digo—, ¿no tenés hambre?
—Comí queso y bizcochos hasta reventar.
—Y yo estoy ahíta de negritos bizcos… Quisiera algo salado.
—¿Te imaginás si nos graban nuestras conversaciones en un magnetófono?
—No te preocupes que apenas te vas yo anoto todo lo que decimos.
—¿Y lo vas a publicar?
—Seguro…
—Fenómeno —dice Bebé—, pero cambiame el nombre por si mis hijos lo leen.
—D’accord.
—Poné muchas cosas sexuales. A mí los libros que no hablan de sexo no me dicen nada.
—Todos los libros hablan de sexo.
—Vamos, yo leí dos o tres que parecían escritos por castrados.
—¿Cuáles?
—Proust…
—¿Y no habla de sexo?
—En ningún párrafo.
—Ça alors…
—Por eso me gusta Anaïs Nin, te habla de sexo, de lo que está vivo. ¡Qué libro brutal!
—Lo que me va a joder es la reproducción de tu lenguaje. Parecerá falso, retórico…
—Es que somos distintas…
—Sí —digo—, vos, en el fondo, sentís el lenguaje más que yo. Yo lo amo, pero vos lo tratás a patadas, como si fuera una pasta pegajosa, inmunda. Yo desespero del lenguaje porque lo sueño perfectamente bello. Vos lo masacrás y lo devastás.
Sonríe con dulzura.
—Creo que tenemos distintos genios —dice—. Vos estás loca pero sos la tipa más tranquila del mundo. Pero a mí se me ve la locura enseguida.
Me río.
—Creo que soy amiga tuya para tener quien me recuerde que estoy loca. Pero decime, Bebé: ¿no te da miedo la locura?
—¡Por favor! Es lo único maravilloso en esta sucia vida de mierda. ¿No te parece?
—A veces quisiera ser como Dippy.
Se ríe.
—¡¡La cara que mandó!! Ah pero decime, si hubiera guerra en Argentina, ¿vos te irías a luchar?
—Depende del uniforme… —digo.
—No, en serio. Te juro que si hay guerra largo la pintura, el arte, y me voy a dar toda mi sangre. ¿Y vos?
—Mirá, por mí pueden irse a la mierda todos. Argentinos, australianos, chinos, norteamericanos, polacos, birmanos…
—No estoy de acuerdo. Hay que luchar contra todas las injusticias.
—¿Querés más injusticia que vos y yo hablando día y noche del suicidio?
—Pero nosotras somos intelectuales.
Me río.
—Mirá, Bebé, siempre es lo mismo: los que sufren de injusticia dan la sangre por los que sufren de injusticia. Esto me es insoportable. Decime, ¿vos robarías?
—Depende…
—¿Me robarías a mí?
—Pero si vos no tenés nada…
—¿Le robarías a Hauber…?
—Está más tirado que yo.
—¿Le robarías a un obrero huelguista?
—Estás loca.
—¿A quién le robarías?
—Qué sé yo…
—¿A Alix? Yo le robé dos libros de Sade…
—Hiciste bien. Es millonaria y es vieja y además nunca lee nada…
—Y cuando se la encuentra hace falta pagarle el café.
—¿También a vos te pasó?
—Seguro… Pero decime: ¿te das cuenta de lo que te digo?
—No…
—Digo que hay que mandar a Alix y a sus amigos y congéneres y a sus semejantes a que den su maldita sangre a favor de las injusticias que ellos causaron. No hablo de lo económico solamente, como podrías imaginar…
Medita mucho rato.
—Lo que decís es cierto pero yo no podría trabajar tranquila si en mi país hubiera guerra…
—No hinches con "mi país". Cualquier país que esté en guerra te acusa para siempre. Yo amo la Argentina como vos pero hay ahí algo que me revienta.
—¿El clima?
—No, gorda, la gente, que no comprende nada. Salvo tres o cuatro criaturas que por el sufrimiento o no sé qué otro milagro abrieron los ojos, lo demás es un homenaje al Monsieur-je-necomprends-pas. Hablo de la gente de nuestra generación, a los otros no los conozco. Siempre, allí, tuve la seguridad de hablar en otro idioma. Quiero decir, no sé si será mi sangre judía, pero si no se ve lo trágico de todo se es un idiota. Rondé por la facultad de Letras y nunca, nadie, habló con fervor de la literatura. Y aun entre los artistas… vos me decís que te haga un libro lleno de sexo. Pues bien: nada más trágico, para mí, que el sexo. Esto es obvio pero para mis amigos de allí eran palabras incomprensibles. Podés acostarte con diez o veinte tipos, o con dos o tres a la vez, podés meterte en la cama con una mujer y otro tipo, con dos tipos, con dos mujeres y tres tipos. Esto, que parecería joda, es, en verdad, terrible. Yo no me opongo, todo lo contrario, pero no puedo limitarme a coleccionarlo entre otras experiencias de joda, como si fuera hacer escándalo en el colegio. Tampoco digo que hay que poner cara de tipo que le meten un palo en el culo. No es eso. Podés reírte y ser cruel y sádica y hacer cosas increíbles y desenfrenadas y reírte aún más pero no por ello dejar de saber que te reís dentro de un círculo incandescente, infernal, y aun ebria, aun fornicando con cuatro marineros, saber, con un saber que viene de que vos sos vos, saber que se juega con lo
terrible, que se trata de algo eminentemente dramático y esencial.
—¿Te imaginás si tuviéramos un magnetófono? —dice.
Nos reímos.



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Texto: cuaderno de diarios, 1.° de mayo de 1963 (Diarios, nueva edición, 2013, Lumen).
Imagen: “No life to live” por Bansky (Atenas, Grecia, abril de 2011).

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