17.3.10

Diario: Ya no sé si amo u odio...


10 de agosto [1962]

Ya no sé si amo u odio. En verdad ni uno ni otro. Amar. Odiar. Nombres que aprendí no sé en qué lejana y falsa experiencia. Si llegas a descubrir que no "haces" ni uno ni otro te desilusionarás de ti porque tu vida, desprovista de dos prejuicios tan importantes, te parecerá más pobre aún, más pequeña y poco interesante. Por eso, si sabes que no eres una maravillosa heroína suicida al borde del borrascoso de una locura absolutamente poética, eres muy capaz de suicidarte, no por lo que eres sino por lo que no eres. Saber que no reencarnas a la Monja Portuguesa ni a Heloísa ni a Caroline de Günderode te llevará a una muerte magnífica que ellas no imaginaron siquiera, porque su dolor tenía raíces y cuerpo y era auténtico y veraz como la mano del enamorado lejano que alguna vez tocaron. Pero tú, tú amas y después calculas pensando a quién amas. Tú odias y no recuerdas el nombre del odiado destinatario. ¿Es el último? ¿Fue el de hace cinco años? ¿Quién de ellos amanece contigo y te pide agua desde tu garganta en llamas? ¿Cuál es? ¿Cómo? Tantos años de añoranza por lo que se fueron sucediendo: generaciones de ausentes desfilan por mi memoria. Mi dolor crece y me devora. No es posible tanta ausencia, tanto miedo.
            Pero te recuerdo. Aquí te recuerdo. Abrazado a mi memoria. Mirándome detrás de mi mirada. No me atrevo a amarte. Temor de irritarte. Por eso no me suicido. Temor de tu cólera. Me dices que no existes, que eres mi antiguo fantasma amado que reencarnó en ti. A otra los problemas metafísicos. Quiero abrazarte salvajemente. Besarte hasta que te alejes de mi miedo como se aleja un pájaro del borde filoso de la noche. Pero ¿cómo decírtelo? Mi silencio es mi máscara. Mi dolor es el de un niño en la noche. Canto y tengo miedo. Te amo y te tengo miedo y nunca te lo diré con mi voz verdadera, esta voz lenta y grave y triste. Por eso te escribo en un idioma  que no conoces. Nunca me leerás y nunca sabrás de mi amor.
            Aquí de nuevo, en una habitación irrespirable, contigo, has llegado, has venido, te has apoderado de mis sueños más remotos y los realizas con tu presencia mentida. Si vinieras de verdad, no sabrías qué decirte. Así soy feliz. Te invoco, vienes, llegas, y sonríes con tus ojos sabios dentro de mí. Imposibilidad de creer, ahora, en la realidad del mundo: la calle, los árboles, los muelles, el Sena, las caras, los niños llorando, los grandes que los hacen llorar (los mataría). Imposible, también, rememorar el mar, las arenas, las gaviotas, excepto en un espacio suspendido, en el que no hay caras humanas ni tampoco pájaros —porque aún ellos tienen ojos, aunque yo no lo quiera saber—. Súbitamente me gustaría vivir entre estatuas, sola conmigo a solas (contigo, amor mío), y que los años me aflijan, que el tiempo me duela, que me torturen y me martiricen. Yo no lo sabré. Porque súbitamente el silencio ha venido a mí, y aunque esté loca como sólo puede estarlo una equilibrista  borracha en la cuerda, este instante, es silencioso, y no pasa nada sino que algo me apreta [sic] la garganta y el sexo, mi eros y mi thánatos, mi única razón de ser, muerte y amor aliados en un sinfín de renacimientos; ahora sufro, sin duda sufro mucho, pero es el silencio violento de este instante, la sensación de muerte inminente, de futuros dolores indescriptibles (en la garganta, en el sexo).
            Hasta aquí mi infancia atroz.
El instante pasó. Ver la eternidad en un grano de arena: cést pas mon geure. Esto es dulce, es corderillo rosado con moñitos de colores, la niñita vestida de novia o de poeta, con grandes anteojos sin cristales y sin memoria. Lo que se te prepara, lo que se te acerca. Me ahogo, aire y frescura, un vaso de agua, una taza de té, por favor. Te espera del otro lado, tal vez mañana, dentro de una semana. Mana sangre, pus, vomita, supura. Te esperan.
            Fatiga. Ni sed ni hambre. Me queman y me enervan. Tengo miedo. Grandes palabras, juegos de palabras, chistes geniales y poemas no muy malos. No juegas, sin embargo. Esto va en serio, esto es sangriento. Pena por mí. Grandes palabras. No pasa nada. No sucede nada. He aquí la cuestión. Tengo miedo. Es la garganta. Si me pusiera a vomitar qué de ratas, qué de ratones, mi madre. No ser ingenua. No ser idiota. No hay ganas de reír. Esto me tomó de la garganta y no me suelta. No sé qué escribo. Qué digo. Putear sí, con toda la garganta. Y nada de lirismos, si me hacen el favor. Eso es horrible, es basura, es nauseabundo, es deshecho, mierda, mundo excrementado, harapos malolientes. Crujen los muebles. Que crujan, que cojan, que se incendie mi cuarto, que me estrangulen de una vez, que se vayan a la mierda y a la recontraputamadre que los parió.
            Calma, no obstante. Dulce amor mío, frenético olvidado, dónde estás. Amor mío, mi delirio, mi altar. Muero por ti. Te amo. Aun con estas palabras horribles que se me dicen y mi cara de loca, te busco, te amo, te llamo. Memoria viuda, luto en mi recuerdo. Castigo maravilloso en mitad de la noche desnuda. No te llamo, no te pido. Me doy, te soy. Tú no me tomas, no me necesitas, no hay ganas de mí en tu mirada. Te veo, te creo, te recreo, mi solo amor, mi idiotez, mi desamparo. Qué me hiciste para que yo me enrostre este amor estúpido. Piedad por ti. Cuando te vea lloraré, recordando lo que tuviste que padecer en mi memoria.
            1 heure du matin. Esto de pasarse la vida auscultándose es depravadamente ineficaz. ¿Qué quiero? Ya es bastante que viva, que no robe ni mate ni ejerza la prostitución. En vez de ello leo poemas y estoy angustiada y a veces escribo. Nadie lo haría mejor después de todo lo sucedido. Por lo tanto, a estar contenta de mí y a regocijarse por esta atmósfera culta, sana e inofensiva que supe crear alrededor de mí, en vez de dedicarme a la destrucción y la pulverización públicas, en vez de salir a la calle con un cuchillo y agredir a todo el mundo.

***
Texto: Diarios de Alejandra Pizarnik. Editorial Lumen.
Imágenes: Jean-Louis Forain.

2.3.10

Alejandra Pizarnik en el País de las Maravillas



El hombre del antifaz azul



Lo que no es, no es.
                  Heráclito


La caída

A. empezaba a cansarse de estar cansada sin nada que hacer.

No hace nada pero lo hace mal, recordó.

Un hombrecillo de antifaz azul paso corriendo junto a ella.

A. no considero extraordinario que el hombrecillo exclamara: -los años pasan; voy a llegar tarde.

Sin embargo, cuando el enmascarado saco de un bolsillo una pistola, y después de consultarla como a un reloj acelero el paso, A. se incorporo, y ardiendo de curiosidad, corrió detrás del ocultado, llegando con el tiempo justo de verlo desaparecer por una madriguera disimulada. Inmediatamente, entró detrás el.

La madriguera parecía recta como un túnel, pero de pronto, y esto era del todo inesperado, torcía hacia abajo tan bruscamente que A. se encontró cayendo -como aspirada por la boca del espacio- por lo que parecía ser un pozo.

O el pozo era muy hondo o ella caía con la lentitud de un pájaro, pues tuvo tiempo, durante la caída, de mirar atentamente a su alrededor y preguntarse que iba a suceder a continuación (¿a caso el encuentro del suelo con su cabeza?). Primero trato de mirar hacia abajo, para informarse del sitio donde iba a caer, pero la oscuridad era demasiado intensa; después miro a los lados y observo que las paredes del pozo estaban cubiertas de armarios llenas de objetos. Vio, entre otras cosas, mapas, bastones de caramelos, manos de plata asidas a un piano, monóculos, bracitos de muñecos, guantes de damas antiguas, un astrolabio, un chupete, un cañón, un caballo pequeñísimo espoleado por un San Jorge de juguete embistiendo a un dragón de plexiglás, un escarabajo de oro, un caballo de calesita, un dibujo de la palma de la mano de Lord Chandos, una salamandra, un niña llorando a su propio retrato, una lámpara para no alumbrar, una jaula disfrazada de pájaro... En fin, tomó de uno de los estantes una caja negra de vidrio pero comprobó, no sin decepción, que estaba vacía. No queriendo tirar la caja por miedo de matar a alguien que estuviera más abajo, la tiró igual.

-Después de una caída así, rodar por una escalera no tendría ninguna importancia- pensó.

Evocó escaleras, las más desgastadas, a fin de convocar muertos y otros motivos de miedos nocturnos. Pero se sentía valiente y no podía no recordar este verso: La caída sin fin de muerte en muerte.
¿Es que no terminaría nunca la caída? Seguía cayendo, cayendo. No le era dado hacer otra cosa. Recordó:

...Caen
los hombres resignados
ciegamente, de hora en hora, como agua de una peña arrojada
a otra peña, a través de los años,
en lo incierto, hacia abajo.

A. Comenzaba a sentir sueño; mientras seguía cayendo se escucho preguntar:

-¿Y qué pasa si uno no se muere? ¿Y qué muere si uno no se pasa?

Como no podía contestarse a ninguna de las preguntas, tanto daba formular una que otra. Sus ojos se cerraron y soñó que conducía un camión de transporte de antifaces.
De repente, se estrello contra un colchón. La caída había terminado.

El centro del mundo

A. miró hacia arriba: todo estaba muy oscuro. Ante ella había otro túnel con el hombrecillo corriendo. Tuvo tiempo de oírlo exclamar:

-¡Por mi verga alegre, es tardísimo!

Un segundo después, el enmascarado había desaparecido. A. se encontró, de súbito, en una habitación llena de puertas, pero todas cerradas, como lo supo cuando las hubo probado una tras otra. De pronto descubrió en su mano una llave de oro. Su intento de abrir con ella alguna puerta resultó vano. Sin embargo, al volver a recorrer la habitación, advirtió otra puerta verde de unos cincuenta centímetros de altura. Con alegría, a caso con incredulidad, notó que la llavecita entraba en la cerradura (...cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura, recordó).

Abrió la puerta verde y vio un pasillo no mayor que una bañera para pájaros. Por un hueco en forma de ojo, miró el bosque en miniatura más hermoso que pueda ser imaginado (teniendo en cuenta los poderes supremos de la imaginación). Nada deseo más que introducirse por aquel hueco y llegar hasta esas estatuas de colores junto a la fuente de fresca agua prenatal, pero como no era posible, A. deseó reducirse de tamaño.

-Estoy segura de que hay algún medio -dijo.

Tantas cosas habían ocurrido desde que nació, que A. no creía ya que hubiese nada imposible ni, tampoco, nada posible.

Esperar frente a la puerta verde era inútil. Volvió junto a la mesa, esperando encontrar en ella alguna mano (o un guante, aunque fuera) que le estuviese tendido un papel con instrucciones de cómo se hace para que la gente empequeñezca y pueda entrar en un bosque. Pero solo encontró una botella que un poco antes no estaba allí y que tenía una etiqueta con estas palabras: Bébeme y serás la otra que temes ser.

-Sí -dijo, Y bebió largamente hasta vaciar la botella.

-¡Qué sensación psicodélica! -exclamo A.-. Debo de estar achicándome como un toro observado desde muy lejos por un pajarito miope que se quito los anteojos.

La estatura de A. se había reducido a unos veinte centímetros.

El corazón se le iluminó al pensar que el tamaño de su cuerpo era el necesario para llegar al bosque.

Y es un pequeño lugar perfecto aunque vedado. Y es un lugar peligroso. El peligro consistiría en su carácter esencialmente ingenuo y fluido, sinónimo de las más imprevistas metamorfosis, puesto que el espacio deseado, así como los objetos que encierra, están sometidos a una incesante serie de mutaciones inesperadas y rapidísimas.

A. estaba segura de que su estado de pequeñez actual valía la pena. Sabía que los caminos que llevan al centro son variadamente arduos: rodeos, vueltas, peregrinaciones, extravíos de laberintos. Por eso el centro (que en este cuento es un bosque en miniatura) configura un espacio cualitativamente distinto del espacio profano. En cuanto al tiempo... pero aquí dejó de pensar porque se dio cuenta de que se había olvidado la llave. Al volver a la mesa en su busca no le fue posible alcanzarla. Intento encaramarse por una de las patas pero cuando se hubo cansado de hacer pruebas inútiles y de compararse con Gregorio Samsa, se sentó en el suelo y se echo a llorar. A orillas del Lemán me senté y lloré...

-Pero si no hay ante quién llorar... -dijo.

De pronto su mirada se detuvo en una botella que yacía debajo de la mesa con una etiqueta sobre la cual estaba escrito: Bébeme y verás cosas cuyo nombre no es sonido ni silencio.

-Si esto me hace crecer -dijo A.- alcanzaré la llave y si me empequeñece, podré pasar por debajo de la puerta. Con tal de llegar al bosque no me importa lo que me pase.

Bebió un sorbo. Sorprendida, noto que su cuerpo permanecía igual a sí mismo. ¿Cómo era posible? Ella esperaba cosas tan maravillosas que lo habitual le resultaba extraño y hasta grotesco. Decidió arriesgarse del todo y bebió enteramente el contenido de la botellita. Pensó que el destino aprecia la monotonía puesto que la dicha o el infortunio del hombre a menudo cabe en una botella.

Cuando nada pasa

-Me estoy alargando como un poema dedicado al océano -dijo-. Ignoro adónde van mis pies (los vio alejarse hasta perderse de vista).

Simultáneamente, su cabeza rompió el techo y tropezó con la copa de un árbol. Ya media tres metros. Fiel a su deseo más profundo, se adueñó de la llave y abrió la puerta verde. Pero todo lo que pudo hacer fue mirar el pasillo. En cuanto a atravesarlo ¿qué más difícil para una giganta? De nuevo se echó a llorar.
(Lloro porque no puedo satisfacer mi pasión..., recordó.) Prosiguió derramando lágrimas hasta que a su alrededor se formo una laguna.

-Puesto a que se formó por culpa de mi falta de armonía con el suceder de las cosas, la llamare: Laguna de la Disonancia.

Dijo, y se le ocurrió este poema:

Tendremos un buque fantasma
Para ir al campo
Y tendremos un sueño para el invierno
Y otro para el verano
Lo cual suma dos sueños.

Nadie escuchaba sus versos.
-Sucede que una se cansa de estar sola -dijo-. Quisiera ver otras personas, aunque fuera gente sin cara.

Relaciones sociales

A. se acariciaba la mano derecha con la mano izquierda, lo que la obligó a mirarlas y a descubrir que estaba reduciéndose.

Otra vez dueña de un cuerpo minúsculo, corrió a la puertita: otra vez se encontró con que estaba cerrada y la llave, como antes, sobre la mesa. Al pensar en Nietzsche y en el tiempo circular, resbalo y se hundió en agua salada. Creyó haber caído en el mar; poco duro en saber que se hallaba en la Laguna de la Disonancia. Se puso a andar en busca de una playa. Dijo:

-Este será mi castigo: ahogarme en mis propias lágrimas. ¿Por qué lloré? (J'ai tant cherché á lire dans mes ruisseaux des larmes, recordó.)

Oyó caer algo en el charco, y nadó hacia allí; creyó que sería un submarino o una ballena, pero recordó a tiempo lo pequeña que era. Así, comprobó que se trataba de una muñeca. Acercándose a ella, le pregunto:

-¿Sabría usted decirme la manera de salir de este charco?

La muñeca le dirigió una mirada llena de reproches pero no contestó.

Segura de que había ofendido misteriosamente a la muñeca, A. se apresuró a disculparse.

-Si lo prefiere, no hablemos más.

-¿Hablemos? -dijo la muñeca-. ¡Como si yo hubiese hablado! Sepa que en mi familia se odia a los que hacen preguntas.

A. se apresuro a decir:

-¿Te... te... gustan las muñecas? ¡Oh! me parece que he vuelto a preguntarte.

Y es que la muñeca se alejaba de ella nadando con todas sus fuerzas.

A. la llamó:

-Querida muñeca, por favor vuelve y no hablaremos más.

La muñeca pareció meditar; luego dio media vuelta y nadó hacia A. Al llegar junto a ella le dijo: -Nademos hacia la orilla, en donde hablaremos, aun si no se debe ni se puede.

La conversadera



Nota (texto): Alejandra Pizarnik. Prosa completa. Editorial Lumen.
Nota (imagen): Imágenes de la película Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton.