Para entender la fina seducción que sigue ejerciendo la poesía de Alejandra Pizarnik, hay que releer su obra, ir tras algunas claves y encontrar ese ánimo coloquial que recorre casi toda su poética en una suerte de confesión, o que establece un intradiálogo con ella misma en sus mil formas y sus variados tiempos.
Nacer
Flora Pizarnik, hija de inmigrantes rusos, nació en Avellaneda el 29 de abril de 1936. Su madre Rosa Bromiker, a pesar de haber terminado la escuela secundaria (algo inusual para las mujeres de la época), dedicó su vida al cuidado de la familia y las tareas del hogar. Su padre Elías era un hombre refinado y culto, que en el marco de la comunidad centroeuropea establecida en la Avellaneda de entonces, era considerado como alguien de ideas más avanzadas que la mayoría.
Entre las dos escuelas judías existentes en la ciudad, optó por desdeñar la ortodoxa enviando a sus hijas a la de ideas progresistas, la Zalman Reizien Schule. Flora y su hermana mayor Myriam, concurrían además a la escuela pública pero iban a la Zalman para aprender iddish, religión e historia del pueblo judío.
La casa de dos plantas albergaba a una familia que vivía en armonía y tenía la situación económica resuelta. La infancia era un espacio feliz al que más de una vez se recurriría con nostalgia en los futuros poemas. A pesar de ello, la gordita Flora comenzaría a ser invadida por el asma y la tartamudez.
Horrores lejanos
Las noticias llegaron. Salvo un hermano de Elías residente en Francia, todos los Pizarnik y los Bromiker que quedaron en Europa oriental, habían caído asesinados por la mano nazi. Una tristeza inmensa tomó a la familia, ensombreciendo, según cuenta Myriam, la infancia de ella y la de Flora.
Myriam era flaca, rubia y bonita, una niña modelo que además todo lo hacía bien. Su madre, resaltaba con insistencia esas virtudes en los años de la adolescencia, cuando justamente Flora había ido armando en ella -acaso sin darse cuenta- el extremo opuesto de la perfección. El pelo corto, la cara limpia (poblada por el acné), la ropa que le calzaba enorme, el vocabulario zafado y una sexualidad incipiente.
Si algo le preocupaba del aspecto exterior era la gordura y el acné. Debido a ello pasó toda su adolescencia matándose de hambre y tomando medicamentos para bajar de peso (a base de anfetaminas) que en la época eran de venta libre. Con el tiempo iría acostumbrándose a su consumo.
La escuela era un ámbito para escapar de esas preocupaciones. Allí propiciaba las clásicas “fumadas” a escondidas en el baño, o se colaba por la ventana de clase cuando llegaba tarde. A instancias de Flora y antes de terminar la escuela, algunas de sus amigas conocieron y comenzaron a leer a Sartre: El existencialismo es un humanismo, El ser y la nada, Los caminos de la libertad. En el secundario, ya leía y “pasaba” libros de Faulkner.
En 1954 inicia sus estudios superiores en la Facultad de Filosofía y Letras. Esto le fue de más utilidad para llegar hasta los grupos de escritores y artistas plásticos (que por entonces se reunían en bares, instituciones y talleres) que para colmar sus ansias de conocimientos. De la carrera de Filosofía, saltó a la de Periodismo, después a la de Letras y finalmente cursó pintura con Juan Batlle Planas, hasta dejar de lado el estudio formal y consagrarse de lleno a la escritura.
Muestra sus más jóvenes poemas a Juan Jacobo Bajarlía, quien dictaba cátedra de Literatura Moderna en la Escuela de Periodismo y desde ese lugar, la introduce en la lectura de Proust, Gide, los surrealistas franceses y Joyce. El la ayudó a corregir los textos que irían a integrar su primer libro, y en un testimonio de 1984, recordó la gran ansiedad que tenía Flora por publicar.
Nacer otra vez
A sus amistades más íntimas les informó un día: “desde ahora llámenme Alejandra”. Su primer libro (pagado por su padre) aparece bajo la firma de Flora Alejandra Pizarnik, en una ruptura que todavía no es total. Ese libro, La tierra más ajena, es apenas un embrión, un primer intento plagado de ingenuidad y donde la propia voz no se deja oír. Igual que la Facultad, le serviría de puente para tomar contacto con las figuras más importantes del mundo artístico bonaerense y con casi todos los grupos y las corrientes en vigencia.
Gracias al editor Arturo Cuadrado, conocería a Oliverio Girondo, Aldo Pellegrini (integrantes del grupo “invencionista” argentino) y Antonio Requeni, también poeta, con quien forjaría una cercanía de mutuas confidencias. Éste le presenta a Antonio Porchia, un poeta de un poder de síntesis y concentración tan profundas que presenta siempre otra lectura posible (“a veces, de noche, enciendo una luz, para no ver”) y que seguramente influiría sobre Alejandra a la hora de escribir (“ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe”).
En el bar de San Telmo “La Fantasma”, conoció a Olga Orozco y en su casa tomó contacto con Leda Valladares, Enrique Molina y Elizabeth Azcona Cranwell, con quien surgió esa clase de afinidad que se da entre quienes parecen ser el día y la noche y que sin embargo se atraen. Elizabeth integraba el grupo “Poesía Buenos Aires” que se reunía fundamentalmente en el “Palacio do Café” de la calle Corrientes para inventar la poesía entre ríos de vino y ginebra.
Sus dos siguientes libros serán publicados por la editorial de este grupo: La última inocencia y Las aventuras perdidas. Con ellos, comienza a aparecer su personalidad poética y el rigor creativo.
La primera reseña apareció en el diario “La Gaceta” de Tucumán y la firmaba un tal Roberto Juarroz. La autora, que ya conocía la poesía de Roberto, se comunicó con él para agradecerle e invitarlo a su casa. Juarroz comentó en cierta ocasión su asombro por el inmediato desplazamiento de la conversación hacia la esencia de la poesía y las constantes referencias que Alejandra hacía sobre Rimbaud, denotando un conocimiento profundo del poeta francés. La imagen que conservaba de ella, era la de una muchacha tímida, a la que calificaba de “pajarito asustado”.
Muñeca rota
La terapia psicoanalítica que Alejandra inició entre la aparición de su primer y su segundo libro, la ayudó a adentrarse en su subjetividad (lo que a la larga sería un factor más que importante en su desarrollo como voz poética) y a corto plazo, resolvió el tema de la tartamudez, haciéndola adquirir una particular forma de hablar.
“Siempre me ha llamado la atención el que entre las muchas semblanzas publicadas en torno a Alejandra -cuenta su amiga Ivonne Bordelois- , no se haya hablado nunca de la extraordinaria voz de Alejandra y de su aún más extraordinaria dicción.” Y agrega: “el ritmo de sus palabras entrecortadas imprevisiblemente, ‘pa-raque-ve-asel-po-e-ma’, producía un cierto hipnotismo…O era como un tren en que cada vagón corriese a distinta velocidad, con ventanas titilando arbitrariamente…”
Para alguno de sus amigos, Alejandra no hacía terapia en el afán de curarse sino que sólo intentaba explicarse un poco mejor. Entre ella y la realidad había un abismal divorcio. Nunca trabajó (salvo por contados artículos escritos para pocas revistas y algunas otras tareas ocasionales) siendo solventada casi toda la vida por sus padres; no tenía los mínimos conocimientos sobre cocina y padecía una inmensa ignorancia ante los datos más elementales de lo cotidiano.
En su libro La última inocencia, la muerte comenzó a mostrarse (“no más inercia bajo el sol/no más sangre anonadada/no más formar fila para morir”) y según lo cuenta Olga Orozco, ya desde 1959 la atracción por la muerte y el miedo a la locura eran tópicos más que usuales en sus conversaciones. Varias veces, entre la depresión y el temor, Alejandra había llamado a Olga buscando ayuda, y ésta lograba consolarla con simples palabras, hasta que una noche no fueron suficientes. Entonces Olga sacó un recurso de la galera para sosegarla: le dictó telefónicamente un certificado mágico -que Alejandra copió- como protección para que el mal no pudiera penetrar. Era un ritual para conjurar el desamparo de esas noches a solas con sus fantasmas y que aproximadamente rezaba así: “Yo, Gran Cocinero del Rey, mientras miro pasar las nubes, atestiguo por el mismo árbol que da sombra en mi balcón, que Alejandra Pizarnik está perfectamente sana, que no hay nadie que le vaya a pisar siquiera su sombra; que está preparada para salir incólume de cualquier obstáculo…Lo juro por todas las musas.”
Los días felices
Alejandra tenía una personalidad múltiple, lo que hace difícil encajonarla en un papel. Además de los contrastes evidentes entre su vida privada y su vida pública, en éste último ámbito, hay quienes guardan un recuerdo de muchacha tímida y melancólica que con el tiempo iría desarrollando un especial sentido del humor hasta convertirse en una persona cautivante. De allí que de manera tan vertiginosa trabara amistad con los artistas argentinos más renombrados de aquellos años y que desde su llegada a París, siguiera atrapando con su personalidad, a figuras tales como Octavio Paz, Georges Bataille, Italo Calvino, Simone de Beauvoir y Julio Cortázar.
Ivonne Bordelois, que también la conoció en París en 1960, rememora: “quien quiera se haya aproximado a Alejandra no podía esquivar esa sensación fulgurante que sólo produce el genio (…); puedo decir que tanto lo que Alejandra sabía en materia de poesía como su manera de transmitir este saber producían una extraña sensación de infalibilidad”.
La publicación de la Unesco, Cuadernos para la Libertad de la Cultura, fue el único ámbito laboral en que se desempeñó durante su estadía en París. “Trabajo un poco en Cuadernos -dice Alejandra en una carta a su amigo Antonio Requeni- donde corrijo pruebas de imprenta cuatro horas por día y también colaboro, a veces, en la enciclopedia Larousse. Cuadernos es una revista horrible de manera que mi contacto con ella es exclusivamente administrativo. Apenas consiga algo mejor cambiaré de sitio de trabajo.”
Pero lo mejor no apareció, así que escribir con denuedo y esperar lo que sus muchos amigos pudieran aportar, fueron su único sustento. Sin embargo en París, Alejandra se sintió plena por la agitada e interesante vida social y porque por vez primera en su vida, pudo dedicarse a leer y escribir en la absoluta soledad de varios días sin salir de la pieza oscura en que vivía, y que tal como lo cuenta I. Bordelois, era “un navío naufragante a la Rimbaud, una gruta entreverada de papeles y tabaco, una tienda de campaña donde imperaba un samovar y esa atmósfera especial que habita los lugares donde el silencio crece como una madreselva invasora, nocturna, permanente; el silencio y una concentración estática y vibrante”.
En su primer año parisino escribió Árbol de Diana (editado en Buenos Aires por el grupo Sur en 1962) y hasta 1964, comenzaría la escritura de casi todo lo que publicaría luego de su regreso a la Argentina. Roberto Juarroz, que por aquellos años estuvo en Francia, relata que Alejandra ya en 1963 estaba esbozando “La condesa sangrienta”, único relato en prosa basado en la historia de la condesa húngara del siglo XVI, Erzébeth Bathóry, que asesinó y torturó a más de 650 muchachas.
Nombre esenciales
En su libro diario del 2 de junio de 1961, Alejandra escribe: “Hubiera preferido cantar blues en cualquier pequeño sitio lleno de humo en vez de pasarme las noches de mi vida escarbando en el lenguaje como una loca”. Al mismo tiempo, creyó que su decir y su hacer era una forma de asegurar la continuidad de su ser en esencia y existencia. Por esta razón picaba las piedras para hacer aparecer la palabra oculta, y poder descifrar el misterio y quitarle la cáscara a la oscuridad para llegar a su centro.
“Alejandra solía hablar de imágenes ciertas e imágenes falsas -cuenta I. Bordelois- y aplicaba el hacha del Juicio Final sin misericordia a estas últimas. (…) Cada palabra era sopesada en sí misma y con respecto al poema como un diamante del cual una sola falla en diez mil facetas bastaría para hacer estallar el texto. Las palabras se volvían animales peligrosos, huidizos, erizados de connotaciones o asonancias involuntarias…”
Enamorada de los poetas malditos (Rimbaud, Lautréamont, Baudelaire, Artaud) fue tras sus pasos. De ahí que París fuera la felicidad de hacer realidad la experiencia de la creación en la geografía que conocía de sus lecturas, una creación nacida desde el dolor de esa operación extrema del conocimiento total, entre depresiones cíclicas, las pastillas que tomaba para obtener una mayor lucidez, y la historia de otro amor frustrado que en su libro diario es mencionado apenas con la letra G.
Para ese entonces, Alejandra alternaba con compañeros sexuales de uno y otro sexo, que irían definiendo su lesbianismo final.
Volver
Si en 1958, el novelista argentino Héctor Murena, había dicho que Alejandra Pizarnik era la única voz poética de envergadura en su generación, la edición de Árbol de Diana (prologado originalmente por Octavio Paz) la consolidó en su búsqueda estética.
El regreso a Buenos Aires se dio en el marco de esa consagración que terminó en reconocimiento abierto cuando en 1966, se le otorga el primer premio municipal de poesía por su siguiente libro, Los trabajos y las noches, donde llevaba a su punto más alto, el camino poético iniciado en su segundo libro. De allí en más la prosa comenzaría a superponerse y un sentido fragmentario ganaría al anterior esquema unificador. Había conseguido expresar todo su dolor de la manera más sublime (“En mi mirada lo he perdido todo. / Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay”) pero tenía que ir hasta la parte más honda todavía.
En medio de todo eso, el fallecimiento de su padre, en enero de 1967, hizo más real su propia muerte. “Esperanza y terror -escribe en su diario el 15 de abril de 1967-. Terror de estar bien y de que se me castigue por cada momento que no estoy en duelo. Apenas me siento mejor, espero el castigo. Es necesario llegar hasta el fondo. A pesar de los terrores -los más grandes que he sentido hasta ahora-, a pesar de ellos tengo que llegar hasta el fondo.”
Estaba suspendida en un aluvión de sombras. El día era para la vida social y la concurrencia a ciertos lugares de reunión como el restaurante “Edelweiss”, la galería Bonino, los bares de la calle Florida y la redacción de Sur. Las nuevas amistades eranEnrique Pezzoni, Silvina Ocampo, Manuel Mujica Lainez y todos los jóvenes poetas que se acercaban para mostrar sus trabajos y después terminaban compartiendo ratos de intimidad.
Con ellos Alejandra podía compartir sus conocimientos o cooperar en presentaciones de libros. Ese ánimo colaborador no dejaba por el camino el rigor crítico. En cierta ocasión, un muchacho joven le acercó una carpeta con sus poemas para que los leyera y ella, luego de darles una hojeada le comentó: “Lo felicito. Supongo que debe tener usted una máquina muy bonita porque tipea muy bien”.
Gracias a la revista Sur, tuvo la posibilidad de conocer a personajes literarios internacionales que llegaban a Buenos Aires, como el poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzenzberger, con quien en una noche de su estadía “desapareció”, igual que con el poeta soviético Evgeni Evtouchenko.
“Recuerdo por ejemplo una fiesta que se ofreció en Sur al joven poeta Evtouchenko. Toda la intelligentsia porteña se apretujaba en torno a la estrella, que a la media hora partía en la compañía exclusiva de Alejandra -relata I. Bordelois- rumbo a una noche sin duda mágica, suscitando más de un envidioso comentario o una airada protesta. Recuerdo haberme divertido mucho con el incidente, que a mi modo de ver no sólo confirmaba el deslumbramiento que podía producir Alejandra, espectáculo al que, después de todo, yo ya estaba acostumbrada, sino que me convenció instantáneamente de la genialidad del propio Evtouchenko, quien con lúcida celeridad supo reconocer, por encima de la jauría lisonjera que lo rodeaba, aquella única, pequeña y mal vestida sirena cuya única voz podía arrebatarlo a compartir una soledad hechizante.”
En 1968, aparece un libro que traspasa los límites de lo posible: Extracción de la piedra de locura. Las fronteras entre vida personal y oficio poético, habían comenzado a desaparecer.
Una definición
“Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna.”
Viento violento
El amor llega. Su primera pareja estable es una joven fotógrafa que al parecer, pudo tolerar sus desequilibrios y su exigente manera de querer. Ese mismo año recibe la beca Guggenheim y Alejandra escribe en su diario: “Ayer me enteré de que gané la beca. Mi euforia por el aspecto económico del asunto, es decir: hablar de millones con mi madre sabiendo que esta enorme cantidad de dinero se debe a mi trabajo como poeta. En efecto, es como si algo como el destino me ayudara a enfrentar mi destino como poeta”.
La beca, que dilapidó en minucias y regalos para los amigos, la obligaba a hacer un viaje que en 1969 la llevó a Nueva York y su tan amada París. Si Nueva York le pareció una ciudad feroz y muerta donde “el poema debe pedir perdón por su existencia”, París la partió en mil pedazos.
Mayo del ‘68 había sido una especie de batalla final perdida para una generación. De allí que Alejandra se reencontrara con sus antiguos amigos pero no con la dulce bohemia que envolvió aquellas jornadas de los primeros sesenta. Los más jóvenes se habían “americanizado” y los artistas de su generación estaban entrampados en el engranaje del trabajo.
Al retornar a Buenos Aires, cada vez más se atrincheró en su departamento al que algunos amigos le habían puesto el mote de “la farmacia”, debido a la cantidad de medicamentos que saltaban, rodaban o se escondían por todas partes. Pastillas para la clarividencia en las horas de escritura obsesiva o pastillas para poder dormir.
Su ánimo era a veces jovial, pero tenía días de estar anclada en un pozo de donde nadie la conseguía sacar. Sus amigos recibían en la madrugada, llamadas telefónicas de auxilio. Era Alejandra que buscaba desesperadamente alguien que la rescatara.
Asombra que en el estado en que se hallaba todavía pudiera separar la paja del trigo cuando afloraba el instante de lucidez. Los poseídos entre lilas es un texto teatral que terminó de escribir en esos años y que está lleno de cosas geniales y de delirios olvidables. Hizo a un lado lo que no servía y seleccionó sólo los mejores momentos de dicha obra para incluirlos como poemas en El infierno musical. Uno de esos fragmentos se tituló justamente “Los poseídos entre lilas”: “Yo estaba predestinada a nombrar las cosas con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es qué vive en lugar mío. Pierdo la razón si hablo; pierdo los años si callo. Un viento violento arrasó con todo. Y no haber podido hablar por todos aquellos que olvidaron el canto”.
En 1970 hace su primer intento de suicidio. Gente que llega a la casa. Hospital. La sobreluz que acecha.
Residuos
Luego de un largo período de internación con salidas en los fines de semana, volvió a su casa donde retomó el fervor de la escritura y los encuentros con los amigos. En 1971 le otorgan la beca Fulbright pero la rechaza por saberse incapaz de realizar el viaje que se le exigía.
Otro amor llega pero se va rápido. La partida con una beca a Estados Unidos de esta mujer que “la llevaba del cielo al infierno”, desata el vértigo de la locura, el páramo nocturno, la idea fija de la muerte, el fuego del único silencio perfecto.
La madrugada del 25 de setiembre de 1972, Alejandra partió. Cincuenta pastillas de seconal sódico la llevaron.
(Parte de la información de esta nota fue extraída del libro Alejandra Pizarnik,por Cristina Piña, publicada por Planeta en su colección Mujeres Argentinas, Buenos Aires, 1992)
Nota (texto): Biografía de Leonardo Scampini. Tomada de
Serúmano.
Nota (imagen): Arte tomado de
Waste of Paint.