11 de noviembre, sábado [1960]
Huida de mi casa en 1955. Mamá me buscó en lo de Arturo
Cuadrado. La imaginé angustiada como en mis peores momentos, en mis estados
horribles. No sé si durmió las noches de mi ausencia. ¿Pensó que tal vez me iba
para siempre? ¿O conocía mi poca seriedad? Pero ¿por qué estoy tan segura de su
angustia? ¿No se habrá sentido, más bien, culpable? No. Nunca se sintió
culpable respecto a mí. Y todo lo que hice toda mi vida no fue más que una
larga demostración —ante ella: la sorda, la ciega— de su enorme culpa. Pero tal vez
no es ella a quien quise convencer sino a mí. Tal vez necesito de culpables
para no morir de absurdo, para no aceptar la realidad, la verdad desnuda: no
hay culpables, no hay causas malignas ni monstruos preocupados en perseguirte y
hacerte daño, lo único que hay es nada. Ada. Nada. ¿Es que acaso lo comprendes?
Casi lloré al pensar en su rostro lloroso a causa de mi huida. Y
la segunda fue venirme a Francia. Esta vez no podía tomar el tren a las seis de
la mañana y buscarme en lo de Arturo Cuadrado. Pero tal vez mi triunfo de
esclava sería que me viniera a buscar a París. Si lo hiciera creo que me
pondría yo tan idiota que hasta perdería el habla. Me veo a los cuarenta años
en una plaza con ella, yo jugando (como los idiotas) con una flor rota o una
piedra y ella gritando, diciendo que me voy a ensuciar y le voy a dar más
trabajo aún del que le doy.
Debo releer El retorno del
hijo pródigo.
Muchas veces me imaginé
cómo me expresaría si fuera pintora. Lo sé: como Emil Nolde. Hoy vi las
bailarinas (rojas, malvas, deformes como seres no nacidos aún) huyendo y
danzando entre velas y cirios enloquecidos por el viento lila y azul y celeste
y violeta. También vi algo de Minch, que asocio fuertemente con Kafka. Esos
rostros vacíos a causa del miedo paralizador, avanzados por una avenida
transitada por seres-sombras, cuerpos sin caras. Esos rostros fijos, “con el
miedo pegado a la piel como una máscara de cera”. Lo más impresionante es la
perfección fúnebre de la vestimenta. (Mi sueño con mi padre que se viste con
más elegancia que nunca, cinco minutos antes de acudir a su cita con la
muerte).
Entonces, después de mi deseo de llorar de miedo por el miedo improbable
de mi madre a causa de mi evasión pensé en esa persona de la que no quiero enamorarme.
Y las ganas de llorar subieron porque supe, más que siempre, que esa persona
puede salvarme, si tan sólo me amase. Lo cual es imposible porque si me ama
desaparece su imposibilidad y mi amor, por consiguiente.
***
Texto: entrada del diario de Alejandra Pizarnik, editorial Lumen.