3 de enero [1959]
He dejado el psicoanálisis. No sé por
cuánto tiempo. Estoy muy mal. No sé si neurótica, no me importa. Me siento muy
pequeña, muy niña. Y me van abandonando todos. Absolutamente todos. Mi soledad,
ahora, está hecha de quimeras amorosas, de alucinaciones... Sueño con una
infancia que no tuve, y me reveo feliz ―yo, que jamás lo fui―. Cuando
salgo de estos ensueños estoy anulada para la realidad externa y actual. Jamás hubo tanta distancia entre mi sueño y
mi acción. No salgo, no llamo a nadie. Cumplo una extraña penitencia. Y me
duele funestamente el corazón. Tanta soledad. Tanto deseo. Y la familia
rondándome, pesándome con su horrible carga de problemas cotidianos. Pero no
los veo. Es como si no existieran. Siento, cuando se me acercan, una
aproximación de sombras fastidiosas. En verdad, casi todos los seres me
fastidian. Quiero llorar. Lo hago. Lloro porque no hay seres mágicos. Mi ser no
tiembla ante ningún nombre ni ninguna mirada. Todo es pobre y sin sentido. No
digamos que yo soy culpable de ello. No hablemos de culpables.
He pensado en la locura. He llorado rogando al cielo que me
permitan enloquecer. No salir nunca de los ensueños. Ésta es mi imagen del
paraíso. Por lo demás, no escribo casi nada.
Hay sin embargo, un anhelo de equilibrio. Un anhelo de hacer algo
con mi soledad. Una soledad orgullosa, industriosa y fuerte. Es decir:
estudiar, escribir y distraerme. Todo esto sola. Indiferente a todo y a todos.
***
Texto: Alejandra Pizarnik. Diarios (editorial Lumen).